jueves, 9 de abril de 2009

El Padre.

Javier Verdugo. Poeta yNarrador chileno.

Ha desarrollado una trayectora, silenciosa, no por eso menos fascinante. Con él, espero, no se repita la típica historia del "lo conocimos después que se fué, y ahora que lo queremos, él, no quiere volver". Amén.
El Padre, es un relato que tiene sabor a tristeza, pero la conjugación de las palabras y las ideas, como el "mito del eterno retorno" , van configurando una nueva caricia del autor a la soledad, que sólo el jazz, a mitad de piscola puede entender.
Aqui les va!!!
El Padre.

Afiebrado, un tanto loco, envuelto en el convulsionado sonido infatigable del saxo de Parker, fumaba mientras trataba de recordar qué es lo que pudo haber pasado la noche anterior, esa en donde dejó que su conciencia se dejase llevar por un caldito mágico, un “san pedrito” como lo llamaban sus amigos. Era otra forma de flotar. No la sintió jamás y pensó que no querría volver a vivirla. No fue nada agradable. Entró al baño, se miró al espejo, y las ojeras inconfundibles de la noche en vela, las mismas que cargaba hace más de diez años, le gritaron a la cara nuevamente su miseria. Todo se reducía a un estado deplorable que siempre quiso explicar con la ausencia de autoridad paterna en su primera infancia. Si bien siempre tuvo a su padre, jamás contó con él, ni como amigo o confidente, ni siquiera como dictador y déspota. Siempre fue un fantasma, que paseaba por la casa, prendiendo y apagando luces, o sentado y fumando horas con la mirada perdiéndose por la ventana del salón, o siguiendo a veces el vuelo de alguna mosca con un interés digno de mejor causa. A él le explicaron que su padre era un tanto especial, y siempre lo creyó, pues fue testigo de toda la gente famosa, importante, de esa que salía en la tele y los diarios y que asistían a su casa a estar con él, a conversar cuando él quería, o simplemente observarlo mientras consultaban con su madre cómo iba su salud, y emitían comentarios que jamás comprendió, pues no tenía ni la edad ni el interés de hacerlo. Al parecer su padre era un personaje un tanto destacado. De hecho, en su gran biblioteca existía un estante reservado y eternamente cerrado bajo llave, en donde se veían distinciones, medallas, diplomas, todos los cuales llevaban su nombre. Además, había una serie de quince libros en los que aparecía como autor. A su temprana edad comenzó a leer aquellos textos, pero la mente diáfana de un infante no podía comprender tanta nostalgia, tanta bruma, tanto pesar de noche amarga que brotaba de esas líneas, una bajo la otra, sin ser jamás cuadrados párrafos, sólo columnas de letras como serpenteando, que a veces tenían una sonoridad particular, se parecían entre unas y otras, intercaladamente, y hacían que fuera fácil su memorización. Debido a esto no pocas veces salía de la biblioteca cantando algunos textos, con melodías que él, en sus pequeños años de rondas y canciones de cuna le ponía. Ciertamente resultaba bastante extraño escuchar versos llenos de sangre y desconsuelo cantados por un niño, con una enorme sonrisa, al ritmo del “caballito blanco” y jugando. Fue así como conoció la poesía. Pocas veces hablaban, él por ser muy pequeño y su padre por no querer envenenar de tristeza la dulce existencia de su único hijo. En uno de esos escasos diálogos su padre, mirándolo a los ojos, y lleno de lágrimas que él no comprendía, le dijo perdóname, palabra cuya razón por supuesto no entendió. Sí claro, te perdono, pero porqué, y silencio nuevamente, y nuevamente la mirada perdida en la ventana del salón, como huyendo tras algo o alguien que lo esperara y lo llamara enérgicamente desde fuera. Tome sus pastillas, ya es la hora. Su mirada le respondió afirmativamente y le alcanzó el vaso con agua. Ingeridas las tabletas, él se retiró convencido que nada lo sacaría de su negro callar. No sintió ruido alguno, pero sí despertó con el sonido de gente que trataba de calmar los sollozos de su madre. Curioso miró por la ventana de su pieza, que daba a la entrada de la casa, justo para ver como salían dos hombres cargando una camilla con un bulto tapado. No fue necesario entonces preguntar porqué le pedía perdón. Sólo vio su imagen nuevamente en el espejo, y secando las pueriles lágrimas de una pena que creía superada, fue a la habitación de su hijo, el único que había dejado su matrimonio fallido, lo besó en la frente mientras dormía, perdóname. La historia debe ser cíclica, o se repite aceleradamente en cada generación, pensó, apagando el cigarrillo, cerrando su último libro de poemas editado, el número quince, y acercando el caño a su sien.
Javier Verdugo.

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