domingo, 12 de abril de 2009

V de Vendetta.

El miércoles 15 de Abril fue el inicio de una nueva vida para Manuel Quezada Mamani, ya que, desde ese día no tendría que vivir del goteo monetario que la explotación y el subempleo ilegal resumen en escuálidos euros. Tampoco tendría que continuar con la maldita costumbre que significaba esconderse de la policía cada vez que ésta se cruzara en su camino. Sin duda, aquel miércoles, era diferente a todos los demás miércoles que habían pasado por su vida, pues a diferencia de los “otros” miércoles, éste sería trascendental para los planes que Manuel venía elaborando desde que decidió renunciar a su familia, sus amigos y su barrio Cuzqueño.
Cinco años, siete días y nueve horas era lo que Manuel había tenido que esperar para cambiar su situación legal en España. Desde ese día los periódicos ya no hablarían de él cuando algún “indocumentado” apareciera en las crónicas de los periódicos que en las estaciones del metro se reparten a diario, en realidad, no se sentiría aludido, no sería nunca más, problema suyo. Es por ello que “despertar” ese miércoles, era para Manuel, una metáfora en la que cargaba de valor su verdadera esencia, es decir, abrir los ojos después de un larguísimo letargo, abrir la mirada para observar la terrible agonía del presente, o la eterna esperanza de la utopía. Despertar, entonces, significaba comenzar con su primer gran paso al éxito y a la estabilidad. Dejaría de ser de ser un ciudadano del “cuarto mundo”, no tendría que escurrir bajo los tentáculos de las luces que el desarrollo económico enciende para ocultar el oscuro castigo del progreso y sus demonios. La clandestinidad le había arrojado su instinto de sobrevivencia en el rostro, como queriendo abrirle las costillas para extirparle, con alevosía, sus ideas sobre Europa. En cambio, mucha historia había quedado acumulada en las bodegas de su memoria.
Aquella mañana las leyes de España le habían apuntado, con la misma intensidad con que el Tio Sam invitaba a sus ilustres hijastros afroamericanos a unirse en una nueva carnicería en favor de la cruzada capitalista que los Estados Unidos llevaba a cabo en Vietnam. Esta vez, el dedo inquisitivo, no tenía intenciones de castigarle, ni tampoco quería llenarle con prejuicios su pesada valija de sueños inconclusos, esta vez, las leyes operaban de su lado. A las nueve con cuarenta y siete minutos, desde la ventanilla número cinco, le habían otorgado el privilegio de dejar de ser invisible ante el seguro social, y de forma automática, había pasado a ser un número más en los registros que la policía de extranjería guardaba celosamente entre sus nóminas de metecos y libertos. Había sido liberado, finalmente, liberado.
Cuando tuvo los documentos en sus manos, y constató que su nombre y su número de identificación, eran correctos, una sensación de sosiego le inundó el cuerpo, sus hombros ya no le pesaban tanto, pues desde ese momento no era necesario caminar con los ojos en la espalda, ni buscar salidas alternativas entre los tercos brazos de la urbe madrileña. Podría caminar libremente sin el temor recurrente de ser enviado devuelta a su barrio en su Cuzco milenario, o peor aún, ser condenado a un CIE. Entró en un bar para calmarse un poco y
respirar, como nunca, respirar. Se tomó un café mientras observaba cada detalle de su documento. La foto no le favorecía mucho, eso le causaba gracia pues sabía que en realidad eso daba lo mismo.
De tanto mirar su nueva identidad, su bautismo legal, su estómago le avisó que era ya la hora de almorzar, su primer almuerzo como hombre libre, así es que pidió unas patatas bravas y una caña. Mientras almorzaba iba recordando cada detalle de su vida mientras masticaba lentamente, pensando en el futuro, proyectándose legalmente sobre la senda que Madrid le ofrecía. Al terminar, decidió reposar un rato en alguna plaza, lo único que encontró fueron unas bancas cercanas a la estación Nuevos Ministerios, no le quedó otra alternativa que sentarse ahí, y contemplar al variopinto zoológico de personas que deambulaban a sus respectivos trabajos o sus casas.
Al volver a Lavapiés, su barrio, ocurrió que en la estación del metro Tirso de Molina, la maldita fuerza de costumbre lo llevó a cambiar rápidamente de rumbo cuando vio que un puñado de policías se montaban uno sobre otro en la salida de la estación para disputarse a su próxima víctima. Una deleitosa sonrisa se apoderó de los músculos de su rostro cuando recordó que en su portafolio llevaba un equipaje nuevo, su pasaporte a la tranquilidad, el lujo y la prosperidad. Su legalidad iba conducida junto a sus nalgas en el bolsillo trasero de su pantalón obrero. Olvidó, entonces, la costumbre y mantuvo su rumbo. No tuvo que bajar los ojos ni “darse la vuelta del perro” para evitar el trágico encuentro. Fue osado. Con especial sigilo se acercó al más regordete y preguntó por la ubicación de su calle, Mesón de Paredes número 15, la misma que tantas veces lo había escondido de los zarpazos hambrientos de las jaurías azules. No lo se, pregunta en el bar de la esquina, dijo el gordito. Lo cierto era que sin importar la respuesta recibida, Manuel mantuvo su rumbo, no bajó la vista, y el habitual frío que lo acompañaba junto a su sombra se transformó en un rotundo, gracias.
Con el relajo usual que produce la legalidad, decidió imprimir unas cuántas copias de su curriculum y repartirlo por bares, locutorios, oficinas de correo, almacenes y cuanto lugar se le cruzara. En realidad su intención no era trabajar, pues el trabajo de pintor lo tenía seguro, y además le gustaba, aquello que efectivamente buscaba era darse el gusto de decir que tenía los papeles en regla. Su primera tarde legal la pasó entre tugurios y bares repartiendo su historial de trabajador clandestino. Alegre, como estaba, contactó a sus amigos para celebrar su nueva vida.
Por la noche, en el bar de los días de ocio, los amigos lo esperaban con un regalo que, por ser el primero entre ellos en recibir la legalidad, era necesario iniciar una tradición, esta era la de regalar un portafolios nuevo, parido en las fraguas artesanas de los almacenes incas en tierras cuzqueñas. Manuel no resistió la tentación de hacer el traspaso de sus documentos a penas tuvo su nuevo portefeuille en sus manos, lo hizo como un niño que abre un regalo de navidad, nervioso, excitado. Después de los abrazos vinieron los tragos, y entre cerveza y carcajadas Manuel resumió lo que había ocurrido durante el día, mientras concluía pensando que esa sería la primera noche en que se podría despedir borracho de la bohemia sin tener que esconderse en los oscuros tentáculos que Lavapiés guarda entre sus calles.
La noche se sucedía rápidamente. El alcohol también hacía lo suyo con la misma intensidad con que la noche acariciaba el destino de Manuel. Quiso repetir el mismo rito que venía haciendo en sus días de ilegal, o sea, pedirle a Pedro, el hombre de la barra, un dominicano que se jactaba de su legalidad, pero que en realidad todos sabían que era otro indocumentado más que se ganaba la vida en el oscuro apetito del trabajo en negro, una bachata para terminar la noche, bailando si era posible con alguna colega que estuviera dispuesta a pasar los últimos minutos de la velada, abrazada a un nostálgico borracho. Esta vez, Manuel estaba demasiado bebido, decía Pedro quien se negó a poner la bachata. Manuel, que en su tierra cuzqueña había sido boxeador, no dudó en meterle un derechazo en el rostro, al que Pedro respondió llamando a sus amigos, entre ellos un policía, y jurando sobre sus muertos que se arrepentiría de tamaña ofensa. Estas demasiado nervioso y borracho, pero estás distraído, decía, flemáticamente Pedro, mientras ordenaba las sillas y las mesas donde Manuel y sus amigos habían estado emborrachándose, sin embargo lo que enfurecía a Manuel era la sonrisa que mantenía, impertérrito, su nuevo enemigo. Manuel en tanto no dejaba de invitarlo a continuar la pelea en la calle. En ese momento los amigos de Manuel detuvieron el espectáculo. Pero Manuel insistía en continuar, sentía que la ley lo protegía, podría trenzarse a golpes y nadie podría decirle nada, pues él ya no era un clandestino, y Pedro, ante la ley seguía siendo un N.N. Quería demostrarlo haciendo gala de sus puños, en tanto, sus amigos escapaban, pues lo más seguro era que llegara la policía, y ninguno de ellos estaba en regla. Al quedar solo, decidió salir del bar y al hacerlo, los adoquines minaron su borrachera, y sin darse cuenta resbaló cayendo de bruces en la acera húmeda y sucia. Desde ese ángulo sus ojos cazaron el perímetro de una mujer que pasaba entre el tugurio y la acera de enfrente. Era Ana, una chica mitad española, mitad peruana que desde hacía tiempo le andaba desvelando el sueño, los días y el ocio. Se habían conocido por casualidad en una cena que Cristina, prima de Manuel, había organizado para celebrar que a sus hijitos les habían dado el permiso para visitarla. Desde aquella noche no había dejado de repetir el discurso que daría a tan noble ejemplar de la selva madrileña el día en que finalmente lograra dejar de ser un indocumentado. Pensaba que con documentos, sería más atractivo para ella, pues, según él, tendría una mejor proyección en el mercado de trabajadores inmigrantes.
Al tomar conciencia de que aquella hermosa muchacha que fingía no mirar lo que había ocurrido en el bar, era Ana, se levantó casi corriendo, dejando caer sus cigarrillos, y rugiendo contra la madre de Pedro. Sin mucho esfuerzo la logró alcanzar. Ella sorprendida lo saludó más por educación que por interés, sin embargo, algo en la voz, o los ojos, o la agitación que llevaba por la pelea llamó su atención. En un rápido juego de seducción se invitaron a un litro donde los “chinos”, se sentaron en una banca, y hablaron extendidamente sobre sus vidas, ella dejándose seducir, él guiando la conversación, esperando el momento justo para decirle aquello que desde hacía tiempo venía repitiendo frente al espejo. Terminada la cerveza se fueron, sin decir nada, como por un acuerdo tácito, y cómplice, al piso que Manuel compartía con tres amigos sudamericanos.
En la sala, Manuel continuaba sin saber cómo decirle lo que su boca y su mente habían fraguado durante varios meses. Finalmente, y a pesar del tiempo invertido intentando conjugar con ácida dulzura los versos que traía guardados en su garganta, la ansiedad y los nervios, borraron todo indicio de recuerdo de su minucioso estudio sobre el rompecabezas que significa llegar al corazón de una mujer casi desconocida. Atinó entonces a decir aquello que, efectivamente, sentía y que por tanto tiempo había practicado, masturbándose, en las solitarias cavidades de su habitación proletaria. Desde que nos conocimos, esa vez donde Cristina, no he pensado más que en hacerte el amor, fue lo que dijo, firme de si mismo. Ella, sorprendida, ante la propuesta, encendió un cigarrillo y puso la radio, como preludio a su respuesta, queriendo romper la seguridad de aquel casi desconocido que se atrevía a invitarla a un orgasmo pasajero. Esta bien, acepto, dijo, concluyendo el prólogo iniciado con el fuego de su mechero, varios meses atrás.
A la mañana siguiente, Manuel con la boca aún hirviendo, estiró su brazo como si fuera uno bestia sedienta que busca auxilio en el cálido abrigo de su cueva. Quería despertarla, quería que ella desayunara su cuerpo, y viceversa, como jugando al gato y al ratón. Con el sudor de la noche cristalizado en su memoria, buscaba despertarla para que siguiera soñando mientras recorría cada uno de sus pliegues y secretos desterrados, con su boca clandestina, en su cuerpo desnudo. Estiró su brazo, un poco más, pero un extraño frío en el colchón le llamó la atención, aquella trinchera estaba vacía. Sorprendido abrió su ojo izquierdo y afinó sus oídos para escucharla en el baño o en la cocina, pero nada se oía, el piso estaba mudo, sólo la radio continuaba a decir que la noche había acabado, y que él estaba solo, nuevamente, solo. Se levantó de la cama y revisó cada una de las habitaciones del piso, despertó a sus amigos, y estos entre risas y carcajadas, nada tampoco sabían. Esperó un rato sentado en un diván que había recogido de la basura. Ella no daba señales de volver. Recorrió el barrio, pensando que tal vez Ana habría de andar comprando cigarrillos o lo que fuera. Su cabeza escribía a mil por hora los lugares en los que Ana podría estar metida, lo cierto, era que no estaba y que él, no dejaba de pensar en ella. Decidió entonces llamarla por teléfono, pero recordó que con todo lo vivido la noche anterior, había olvidado pedirle su número telefónico. Llamó a Cristina, quizás ella podría ayudarle a conseguir el ya fantasmagórico número. Su prima respondió diciendo que desde aquella cena Ana había desaparecido y que el número que de ella tenía había dejado de responder. Al escuchar esto, toda la noche se le vino encima, como el pesado tiempo de la lluvia o del invierno. No tenía otra posibilidad que esperar a que ella se comunicara con él. Sabía que la espera sería como una tortura, cada vez que sonara el teléfono, podría ser Ana que se intentaba comunicar con él para invitarle una cerveza o pedirle disculpas por haber desaparecido de esa manera. Recordó, que uno de sus amigos estaba trabajando en la misma empresa en que Ana había trabajado, al menos por un tiempo, pues al ser indocumentada, la estabilidad laboral de la que podía gozar era prácticamente nula. Buscó su portafolio en el bolsillo trasero de su pantalón para sacar la tarjeta con el teléfono de la empresa, donde quizás podría encontrar una salida a tan horrible laberinto de posibilidades, sin embargo, la cartera y los documentos no estaban, se buscó nuevamente para asegurase y nada.
Para Manuel, aquella mañana se había transformado en una pesadilla, sin embargo, era imposible que Ana se le hubiera robado, no podía ser cierto. Por casualidad, tendría que haberlos dejado caer en alguno de los lugares donde había estado el día anterior, gozando de su legalidad recién adquirida.
Manuel decidió que lo mejor era recorrer cada uno de los lugares donde había estado el día anterior, se paseó por bares y tugurios, aunque sin mucha esperanza pues sabía que la última vez que tuvo sus documentos fue en el bar donde se había trenzado a golpes, la noche anterior. Volvió, entonces, al bar del ocio y preguntó a Pedro si le habían dejado algún portafolio, pero este respondió diciendo que sabía que volvería, pero que no se preocupara pues él no era un hombre orgulloso y que ya estaba acostumbrado a lidiar con borrachos como él. Sin embargo, mientras lo decía, en su rostro perseveraba la misma cínica sonrisa que había hecho enfurecer a Manuel. Pedro no dijo nada sobre el portafolio. Desesperado recorrió cada uno de los rincones donde podría haber dejado caer su portafolio con sus documentos, volvió a la banca donde había estado con Ana, pero solo quedaban la botella y los restos de tabaco que habían dejado caer mientras se convencían mutuamente para llevarse a la cama.
En Tirso de Molina, quizás encontraría alguna respuesta, era probable que con la excitación de encontrarse con Ana hubiese dejado caer sus documentos mientras pensaba en cómo hacerlo para llevarla a su habitación. Sin embargo, cuando iba llegando a la estación, el habitual frío que se enquistaba en su sombra, volvió a apoderarse de sus sentidos cuando vio que la policía se encontraba nuevamente en la boca de la estación pidiendo documentos a todo aquel que osase pasar por delante de ellos. Mantuvo su rumbo, empero, se dejó llevar por la fuerza de la costumbre que habitualmente lo envolvía cuando se encontraba en una situación que pudiera delatar su condición de ilegal. Dio un rápido giro para volver al piso, posiblemente Ana, ya había vuelto y lo esperaba en la entrada del edificio. No alcanzó a dar más de dos pasos cuando una mano en el hombro lo detuvo, era el mismo policía al que le había preguntado por la dirección de su casa, la tarde anterior. Me muestra sus documentos por favor, dijo secamente el policía. Manuel, ya se había imaginado muchas veces aquella situación, y siempre que lo hacía inventaba un discurso diferente, esta vez, se jugó sus fichas por argumentar con la verdad. Me los han robado, dijo nervioso. El policía sin ninguna intención de indagar más sobe el tema, respondió, Eso es lo que dicen todos, ahora me vas a tener que acompañar. Lo tomó del brazo, le esposó sus manos y lo subió al carro. Manuel no podía creer lo que estaba pasando, y más aún, no entendía cómo había podido llegar a esa ridícula situación en la que se encontraba.
Mientras caminaban en dirección del carro de policía, Manuel divisó los contornos de una mujer que estaba sentada en el asiento trasero, era Ana, quien no tenía documentos, y que por eso, sólo por eso, era llevada esposada, como una delincuente cualquiera, en un carro de policía. El pan que compré para el desayuno lo tuve que dejar en la plaza, dijo Ana, cuando Manuel, sorprendido, le besó la frente mientras se sentaba junto a ella. Fueron destinados de manera inmediata al CIE de Aluche.
En el instante en que Ana y Manuel ejercían su último derecho, que era el de despedirse, en Tirso de Molina un policía repetía, de memoria, la misma operación que venía llevando a cabo, sórdidamente, desde que la “circular” vino a despertar el hambre de dinero fácil. Me muestra los documentos por favor, dijo con ánimo impositivo el hombre de la placa. Si, claro. Respondió el dominicano. Muy bien, está todo en regla. Hasta luego Manuel, dijo el policía después de revisar con exhaustividad los papeles que Pedro, la noche anterior, había encontrado en el bar, después que un borracho le dejara en negro su ojo izquierdo.


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